jueves, 14 de febrero de 2008

Amor de verano



Aquella fue la última vez que la joven lo volvió a ver. Mientras él se despedía eufóricamente desde el carruaje ella disimulaba las amargas lágrimas que corrían desbocadas por su rostro. Amor, amor era la palabra que describía lo que ellos habían construido y sabían que era posible que nunca más sus ojos se volvieran a cruzar como aquella tarde en la iglesia.
Un domingo como otro cualquiera la nación entera asistía a misa. Era de esperar que todas las familias de alto nivel no faltaran pues no estaba bien visto el desinterés religioso. Todos sabían que además, se trataba del mejor momento para cerrar tratos que no habían sido concluidos o incluso para cotillear los nuevos sucesos de la semana. Por cualquiera que fuera el motivo, todos acudían a misa sin posibilidad de oposición.
El día no distaba de cualquier otro. La emoción, el sonido, los olores todo era igual, nadie podía imaginar que aquel mismo día cambiaría la trayectoria de una pequeña ciudad olvidada de la mano del mundo. Los niños corrían despreocupados y los adultos apuraban los últimos minutos antes de entrar en la pequeña y oscura iglesia.
La familia Dumont de Sainte Croix permanecía cerca de la entrada saludando a todos los feligreses junto al cura. Era costumbre de la pequeña ciudad que el alcalde los saludara al entrar en la iglesia junto con su familia, de esa forma el contacto con sus ciudadanos se hacia patente. Su mujer era una dama de alta clase con pelo oscuro a pesar de ser de linaje francés puro. Las malas lenguas decían por ahí que su delgadez era fruto de la infelicidad que sufría en su gran mansión. Su hija, por el contrario era la viva imagen de su padre. Tenía unos ojos verdes y el cabello claro como los reflejos de la luna. Al igual que su madre parecía desgraciada pero se esmeraba en sonreír pacientemente a cada uno de los asistentes. El alcalde por su parte, era un hombre poco común con rasgos muy pintorescos, nariz fina pero grande, ojos saltones y labios finos. Sus cabellos parecían petrificados pues no se despeinaban ni con el viento más huracanado. Además, tenía una presencia peculiar que la gente adjudicaba a las enseñanzas de su difunto padre militar.
Cuando todo el mundo hubo entrado y ocupado sus asientos las puertas de la iglesia fueran cerradas por unos mozos y la misa dio comienzo. El sermón fue intenso a pesar de que muy pocos de los asistentes prestaban la atención que merecía. Los jóvenes no paraban de analizar a las muchachas que habían dado un gran cambio de un año para otro y susurran planes para atraerlas. Los ancianos que habían perdido parte de la audición cabeceaban de aburrimiento. Las mujeres de baja casta social acurrucaban a sus hijos mientras evitaban que el resto de su regimiento alborotara y los hombres miraban al suelo concentrados en sus roídos zapatos. Apenas unas cinco familias guardaban la compostura pues habían sido bien instruidos en modales sociales. Con la última palabra del párroco el silencio sepulcral que había en la bóveda desapareció y todos se pusieron en pie y comenzaron a hablar.
Charles Dumont, alcalde de la ciudad, se acercó al párroco y dedico unos cuantos elogios a su extraordinario sermón. Luego, tomó a su mujer del brazo y seguidos por su hija salieron por la puerta principal de la iglesia. Ese gran día soleado de verano se había vuelto gris y las primeras gotas de lluvia se precipitaron al suelo. La familia esperó resguardada hasta que el coche llegó a recogerlos. Sólo seis familias disponían de automóvil en la ciudad y el alcalde era una de esas personas afortunadas. La pareja no lo dudó y se dirigió al vehículo para evitar mojarse, sin embargo, su hija, Joséphine, se lo pensó dos veces. Las tímidas gotas que habían caído inauguraron la gran tormenta que se desató en el acto.
Claire, la esposa del alcalde, sacó la mano fuera del vehículo e hizo señas para que la joven se apurara y corriera por la plaza antes de que la tormenta se tornara a peor. Joséphine miró a su alrededor y comprobó como todo el mundo corría en todas direcciones y se lanzó a la muchedumbre recogiendo las enaguas de su vestido para mancharlas lo menos posible. Se hacía imposible llegar con facilidad a su destino. Nadie le permitía paso y se chocaba constantemente con alguna madre desesperada que cargaba a sus hijos o buscaba a alguno perdido. Un niño salió corriendo descontrolado y se cruzó en su camino, al intentar esquivarlo tropezó con un charco de barro y calló torpemente al suelo. Su hermoso vestido se ensució toscamente y sus manos se limaron con la superficie pedregosa de la plaza. Alrededor la gente parecía no haberse percatado de que ahí estaba, tirada en el suelo y dolorida.
-¿Está usted bien? – preguntó un joven ayudándola con delicadeza. Tenía unas manos grandes y suaves. Cuando lo miró a los ojos se perdió en ellos y se ruborizó al percatarse de su torpeza.
-Si gracias, es muy amable. Mi padre me espera – le dio las gracias y llegó hasta el coche donde sus padres la esperaban impacientemente. Luego miró tímidamente por encima de su hombro y pudo ver a ese apuesto muchacho parado en medio del gentío mirándola. Nunca antes lo había visto y tampoco sabía de ninguna familia que tuviera huéspedes en estos días. La ciudad era muy pequeña y nadie pasaba desapercibido en ella.
Durante la siguiente semana pasó mucho tiempo pensando en ese encuentro, en esas suaves manos. Más de una vez la señora Viviane Coiter, su institutriz, perdía la paciencia con ella pues no conseguía que permaneciera concentradas más de media hora. Su mente seguía mirando fijamente esos marrones ojos. Su corazón no podía evitar vibrar de emoción al darse cuenta de que los días pasaban y tal vez lo volvería a ver en la misa.
Un Domingo más llegó, para todos no dejaba de ser un día normal, pero para la pequeña Joséphine era un sueño. Sus atuendos fueron mucho más ostentosos de lo normal y al salir del automóvil pellizcó insistentemente sus mejillas a razón de sonrojarlas lo más posible. Se veía radiante y llena de vitalidad.
Uno a uno fue dando la bienvenida a todos los asistentes como era común, pero para su sorpresa el último de los hombres entró y el misterioso muchacho no llegó. La familia Dumont ocupó sus respectivos asientos y la misa comenzó. Timothée, el párroco, los bendijo a todos y antes de dar comienzo a la ceremonia hizo un inciso e hizo llamar a alguien que permanecía sentado en las sombras. Cuando la luz se reflejó en su rostro el corazón de Joséphine se desbocó. Junto al párroco estaba el misterioso muchacho que Timothée presentó como su sobrino. Pasaría todo el verano en la ciudad antes de regresar a Paris donde continuaría su educación. Tras esta aclaración el joven, Bastian Brisson, volvió a su lugar y la misa prosiguió. Al terminar como de costumbre Charles Dumont se acercó al párroco y cruzó unas palabras con él, luego todos volvieron a su vehículo incluida Joséphine que miraba tímidamente por la ventana.
-Esta noche vendrá a cenar el párroco y su sobrino – anunció Charles cuando el vehículo se había puesto en marcha
-Si cariño – acentió Claire sin nada que añadir
Su corazón dio un vuelco. Para Joséphine eran demasiadas emociones fuertes en un mismo día. Iba a compartir mesa con Bastian y no sabía si quiera como entablar una conversación madura con él. El camino hasta la casa se hizo eterno y los kilómetros que separaban la iglesia de la mansión Dumont parecían no terminar. Cuando al fin entraron en los jardines y el vehículo paró Joséphine salió corriendo y entró en la mansión. Necesitaba gritar de excitación pero una dama jamás revelaría sus sentimientos y mucho menos alzaría la voz. Se sentó en una butaca en el salón y observó como las manecillas del reloj pasaban y pasaban.
Todos los criados se movían con velocidad y agilidad de un lado para otro dejando cada detalle por mínimo que fuera perfecto. Apenas faltaba una hora para que los invitados llegaran y Joséphine estaba impecable pero sus nervios amancillaban su nobleza. El ajetreado ir y venir de los criados le ponía aun más nerviosa, sólo con el dulce pasear por el jardín encontró al fin paz y tranquilidad. Los largos días de verano permitían que aun siendo la hora que era pudiera disfrutar de la claridad de un apacible paseo. El tiempo parecía detenerse entre paso y paso y la suave brisa proveniente del norte era un regalo para el cuerpo. Siempre que la muchacha se sentía defrauda por la vida, engañada por la sociedad y acallada por los hombres paseaba largas horas evadiéndose de la realidad cultural. Era su salida, su escape espiritual y no conocía mejor forma que la de caminar hipnotizada por los aromas y sonidos de la naturaleza [...]




*Yo misma*

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